domingo, septiembre 28, 2025

One battle after another (2025)

Paul Thomas Anderson es, sin duda, uno de los grandes directores de nuestro tiempo. Forma parte de esa generación dorada —junto a Denis Villeneuve, David Fincher, Ari Aster o Wes Anderson— que algún día se estudiará con la misma reverencia con la que hoy se analiza a Truffaut, Fellini o Hitchcock. Son los herederos naturales de una estirpe aún viva —Scorsese, Spielberg, De Palma, Coppola— que les pasó la antorcha no sólo del cine como arte, sino como lenguaje emocional, político y simbólico.

Lo más sorprendente de One Battle After Another es cuán urgente se siente. Es difícil pensar en una película más actual. El espectador no puede evitar preguntarse si fue escrita, filmada y montada en menos de un mes. Refleja, con crudeza y humor ácido, una sociedad fragmentada, donde los extremos se caricaturizan a sí mismos, y donde la lógica ha sido reemplazada por trincheras ideológicas. A ratos, la cinta roza la parodia. Pero parodia y vida son indistinguibles: si Donald Trump no existiera y fuera solo un personaje cinematográfico, lo consideraríamos forzado, exagerado, poco verosímil. Pero a veces, la realidad supera la ficción. Y aquí, la ficción la persigue de cerca.

Lo que presenta Anderson es una sociedad en guerra consigo misma. Una sociedad obsesionada con elegir bandos. Donde no basta con opinar: hay que militar. Donde las ideas se convierten en armas, y la violencia deja de necesitar un pretexto. Los extremos se alejan tanto que terminan por darse la mano. Como un espejo infinito, ya no se distingue quién es quién. Y poniéndonos a 3 metros de los ojos, la deformación de los ideales es total.

Vivimos rodeados de “ismos”: feminismo, patriotismo, ambientalismo, activismo, pacifismo, progresismo, conservadurismo. Y aunque muchos de ellos nacen de una idea noble, clara y potente, al pasar por el “cáliz humano” —esa mezcla de ego, trauma, necesidad de pertenencia y miedo— se corrompen, se distorsionan, se radicalizan.

One Battle After Another no es cómoda. No es clara. No da respuestas. Pero logra lo que solo el gran cine puede hacer: obligarnos a vernos en pantalla, incluso si no nos gusta lo que vemos.

Como si esas ideas puras fuesen haces de luz que, al atravesar el vidrio empañado de nuestras identidades, se refractan en formas grotescas, paródicas. Así, lo que comenzó como un llamado a la justicia puede terminar convertido en un grito de guerra vacío; lo que fue empatía, en resentimiento organizado; lo que fue utopía, en dogma. El personaje de One Battle After Another no encarna un bando, sino la consecuencia inevitable de cómo esas ideas, cuando se llevan al extremo, acaban por parecerse entre sí: intolerantes, violentas, ciegas.

Anderson no se burla de esas ideas —todo lo contrario—, pero sí parece advertirnos: cualquier verdad, cuando se absolutiza, cuando se instrumentaliza, cuando se vive como arma, deja de ser verdad y se convierte en caricatura. Como una parodia que no hace reír.

Si bien la filmografía de PTA no está unida por una línea temática evidente, hay un leitmotiv que reaparece con fuerza una y otra vez: la paternidad. En One Battle After Another, este tema se convierte en un manifiesto no declarado. La película parece preguntarse: ¿qué significa realmente ser padre? ¿Es un vínculo biológico o un acto de presencia emocional, de guía, de cuidado? Y aunque no sea su eje narrativo explícito, es imposible no notar la mirada crítica —y a la vez compasiva— sobre la diferencia entre engendrar y criar.

De hecho, si recorremos su filmografía, se vuelve evidente que para PTA la paternidad no se define por la sangre, sino por la crianza. Ya lo insinuaba en Magnolia, donde el padre agonizante interpretado por Jason Robards es confrontado por la ira devastadora de su hijo (Tom Cruise), en una escena que no gira en torno al perdón, sino a la crudeza del abandono. O en Hard Eight, donde el personaje de Philip Baker Hall se convierte en un padre sustituto para un joven sin rumbo (John C. Reilly), ejerciendo una figura protectora que no necesita ningún lazo sanguíneo para tener peso dramático y emocional.

Y así, película tras película, PTA va construyendo una especie de tratado no verbal sobre la paternidad: aquella que se ejerce desde la presencia, desde el gesto, desde el acto sostenido de acompañar a otro ser humano incluso en sus contradicciones.

En el centro emocional de One Battle After Another, Leonardo DiCaprio entrega una de las interpretaciones más complejas y contenidas de su carrera. Su personaje es tan contradictorio como fascinante: un hombre que se desmorona mientras defiende una idea que ya no sabe si entiende. Sean Penn —implacable y feroz— encarna a su antagonista con una mezcla de autoridad mesiánica y nihilismo desesperado. Y Benicio del Toro... bueno es Benicio del Toro. Juntos, construyen un triángulo dramático que por momentos parece una ópera, por momentos una pesadilla lúcida.

Todo indica que One Battle After Another se encamina a ser una de las grandes películas del año. Y no sería extraño que, al cierre de la temporada, esté presente en todas las premiaciones relevantes, desde los Oscar hasta los BAFTA.

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