miércoles, marzo 12, 2025

The Brutalist (2024)

 


El brutalismo no tiene que ver con la brutalidad. O al menos, no en su origen. Por lo que pude averiguar su nombre viene del francés béton brut—hormigón crudo—y responde a una filosofía arquitectónica que no busca suavizar, adornar ni engañar. Pero, ¿qué pasa cuando la crudeza material y la brutalidad conceptual se encuentran en la misma historia? The Brutalist, de Brady Corbet, juega con esa intersección de manera inquietante, convirtiendo la arquitectura en un reflejo de la experiencia humana, de sus cicatrices y sus fantasmas.

La película sigue a László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto húngaro que, tras sobrevivir al Holocausto, emigra a Estados Unidos con su esposa (Felicity Jones) en busca de un futuro mejor. Pero el sueño americano es un molde demasiado rígido, y László no encaja en él. Su obra, inspirada en la crudeza y funcionalidad del brutalismo, encuentra financiamiento en Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), un magnate cuya generosidad tiene un precio. Entre las dinámicas de poder, el trauma y la obsesión por dejar un legado, la película explora qué significa construir—en el sentido más amplio de la palabra—cuando lo que se quiere edificar es más grande que uno mismo.

Aquí es donde la relación entre brutalidad y brutalismo se vuelve más que un juego de palabras. Porque aunque el brutalismo nace de una idea de honestidad material, su impacto visual y emocional es muchas veces percibido como agresivo, inhumano, hasta opresivo. Y The Brutalist usa esa percepción para conectar con la historia de László: su arquitectura, imponente y sin adornos, no es solo un estilo, sino una forma de lidiar con la brutalidad del pasado. Su obra más ambiciosa—una réplica reinterpretada de un campo de concentración, con techos más altos—no es solo un edificio, es una declaración de memoria. Pero, ¿qué es el legado cuando solo unos pocos pueden entenderlo?

La desaparición de Van Buren, ese benefactor que encarna el poder que oprime y corrompe, deja un vacío que no se llena con explicaciones. Es un acto de brutalidad narrativa, un corte abrupto que deja a László solo con su arquitectura, como si la historia misma se deshiciera de lo superfluo para concentrarse en lo esencial. Y en ese vacío, en ese hormigón sin suavizar, la película encuentra su verdad: la brutalidad no siempre está en la fuerza, sino en la permanencia.

Pero The Brutalist también es una película sobre la obstinación del artista, sobre cómo la tozudez es, muchas veces, la única vía a la trascendencia. László queda como un obtuso por no transar ni un centímetro en sus materiales o metros de altura. Se niega a reemplazar hormigón por acero, a reducir la escala de su obra para abaratar costos. Para quienes lo rodean, parece una rigidez innecesaria, una incapacidad de adaptarse. Pero su visión es clave. Pedirle que ceda en estos detalles sería como exigirle a un escritor que elimine los puntos en su narración o que le corte las piernas a sus personajes: no es una simple modificación, es una traición a la esencia de la obra. En la arquitectura, como en el arte, no se trata solo de la forma, sino del significado que esa forma sostiene.

Porque su vida habría sido mucho más fácil si hubiese dado el amén a quien se lo pidiera. Si hubiese cedido en cada discusión, si hubiese ganado la simpatía de sus mecenas y colaboradores en vez de su animosidad. Me imagino cuántas de esas mismas discusiones habrá tenido Gaudí, y cuántas veces le habrán sugerido que simplificara su obra, que hiciera más eficiente la Sagrada Familia. Probablemente, si hubiese transado en más de alguna de esas batallas, hoy su trabajo sería irrelevante. El genio nunca es el resultado de la conciliación, sino de la convicción.

Y en el fondo, la historia de László no es solo la de un artista terco, sino la de un inmigrante que se niega a renunciar a su historia para encajar mejor en el país que lo acoge. La adaptación, en estos casos, siempre tiene un costo: suavizar las propias raíces, hacerlas menos visibles, menos incómodas para los demás (arreglarse la nariz). Pero László no adapta su historia, la convierte en arquitectura. No se disfraza de lo que el nuevo mundo espera de él, sino que le impone su propia verdad en concreto. Y en esa negativa a diluirse, encuentra su lugar, aunque sea a costa de la incomodidad de quienes lo rodean.

László no solo no puede ocultar su origen, tampoco se lo permiten: de vez en cuando es recibido con un “te toleramos”, como le dice Harry, recordándole que, aunque esté ahí, siempre será el otro. Así, su permanencia es una forma de resistencia, pero también de condena. Porque si el brutalismo es percibido como agresivo, es porque no se molesta en hacer que su presencia sea cómoda. Al igual que su arquitecto, sus edificios existen sin disculparse por su existencia.

Por eso, cuando su sobrina pronuncia la frase final—“No importa lo que otros intenten venderte, lo importante es el destino, no el viaje”—queda claro que la historia de László no es la de alguien que luchó en vano, sino la de alguien que entendió que la comodidad es enemiga del impacto. Que para construir algo que perdure, hay que estar dispuesto a cargar con el peso de esa construcción.

En un cine que muchas veces busca la emoción inmediata, The Brutalist opta por la solidez. Es una película que no se apresura en ser comprendida, que deja espacios sin llenar para que el espectador los habite. Porque al final, el brutalismo y la brutalidad pueden venir de lugares distintos, pero cuando los miramos desde lejos, se parecen más de lo que queremos admitir.

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